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FUGA HACIA EL MAR
prose [ ]

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by [Adolfo_Pérez_Zelaschi ]

2005-10-21  | [This text should be read in espanol]    |  Submited by Osvaldo Drozd



FUGA HACIA EL MAR

El color azul de plomo me causa un extraño deleite, quizás porque era uno de los favoritos de Silvia. Me recuerda además ciertas tonalidades del Atlántico del Sur, a la salida de la bahía Blanca. Pero ese color casi no se halla en la naturaleza, que se desenvuelve en verdes, azules, blancos y amarillos, en rojos golpes de flores, apenas en ese azul mezclado con gris. Por eso, cuando raramente lo hallo, me detengo y recuerdo inevitablemente a Silvia.

A veces, pues la he querido mucho, pienso que volveré a encontrarla como a este color, impensadamente, pero luego se que no es probable. Silvia se fue hace seis años, definitivamente sin que nadie pueda averiguar por qué.

Silvia y yo nos conocíamos casi desde niños. Después, cuando comenzábamos a ir al colegio, nos decían ya “los novios” y novios, efectivamente, fuimos luego, hasta que ella cumplió veintitrés años- yo tenía entonces veintisiete- nos casamos.

Había terminado mi carrera de contador público y mi padre me nombró uno de sus administradores. Nuestros intereses estaban en el Sur de la provincia de Buenos Aires, especialmente en Punta Alta y Tres Arroyos, donde poseímos molinos y agencias acopiadoras. Allá me traslade con Silvia, mientras mi padre, liberado de la atención personal de sus propiedades, quedaba al frente de los escritorios metropolitanos de la firma. Uno de sus socios se hizo cargo de los molinos de Tres Arroyos y distintos habilitados tomaron a su cargo las diez o doce casas acopiadoras de granos.

El molino de Punta Alta estaba a un kilómetro largo del mar. Un cordón de medanos estériles impedía la vista del océano desde tierra, pero desde la terraza se divisaba su color a plomo, azuloso, enorme, detrás de la raya oscura de la costa fangosa.

El molino era grande, viejo y sin revocar, con ventanas cuadradas en cuyos vidrios brillaba al atardecer el sol como una placa sombría. A esa hora su fábrica se levantaba como una sombra, y la de sus dos chimeneas alargábase desmesuradamente hacia el este sobre la tierra.

En una de las alas, sobre el escritorio y las habitaciones del sereno, habíase modificado la planta para dar cabida a las nuestras. Teníamos allí, y aún lo están, el dormitorio y una gran sala con chimeneas, vasta y cuadrada dónde Silvia colocó su piano (se quejaba de no poder tocar mientras el molino trabajaba), la gran victrola, los discos, algunos cuadros, anaqueles con libros y chucherías, una lámpara, sillones y sofáes. Yo podía entrar y salir por una escalera que descendía al escritorio. Cerrada la puerta de este nuestra casa se convertía en una isla. Empero, no estábamos solos: cerca del molino vivían algunas familias obreras, y dentro mismo de su planta, la del sereno, la de la cocinera y una o dos sirvientas. Cuando en junio y desde el mar plomizo venía un viento constante, fuerte y helado, la certeza de la existencia de estos seres bastaba para desechar la soledad.

Por otro lado Bahía Blanca estaba cerca y los sábados -la calle O´Higgins era como una pequeña copia de Florida- lanzábamos al Chevrolet por el camino en su procura. Nos quedamos en un hotel céntrico y regresábamos el lunes por la mañana.

Creo que Silvia ha de haber llorado en nuestros primeros días allá, frente al desnudo y monocromo paisaje y a la soledad donde el molino levantaba sus paredones oscuros y tristes, pero lo ocultó y yo procuré no verlo, pues esa sería nuestra vida. Pero luego comenzó a habituarse a aquella costa; a veces la recorría, a pie o a caballo, en largas extensiones. Había en ella, mas hacia el este, algunos cascos náufragos de barcos de cabotaje, y aun el de un navío de alto bordo que cuarenta años atrás varo en la playa, al que se podía llegar durante la bajamar. Los vientos, las olas y los depredadores solo habían dejado su vasto costillar de hierros al aire. En una ocasión Silvia arranco de él una madera, donde la sal cristalizada formaba unas como extrañas caras y la trajo consigo al molino. La tengo aquí todavía y a veces la miro tan detenidamente que sus nudos, estrías, sus rayas de sal, parecen adquirir una vida grotesca, animarse como rostros. Sus bocas ilusorias fingen contar entre muecas la historia de la desaparición de Silvia. Por instantes creo que voy a descifrarla, pero el secreto se cierra, una, otra vez y siempre.

Pocos encantos tiene el mar para los habitantes de la ciudad… pero aún el más fuerte no deja de llamarle ciegamente su enorme, constante rumor. Desde el molino apenas si alcanzábamos a oírlo alguna vez, durante las fuertes tormentas. Empero algunos días de invierno sorprendí a Silvia con la mirada perdida en las dunas, como atenta a su lejano ruido. Una o dos veces le pregunté:

-¿Qué piensas, Silvia?, y hube de repetírselo, pues no me oyó. Se estremeció luego ligeramente y atribuí- era una extremadamente sensible- a la sorpresa su sobresalto.

En los días claros le gustaba subir a la terraza. Desde ahí, como dije, se veía la línea del mar. Silvia, con un catalejo que se había empeñado en comprar en Bahía Blanca, escudriñaba el mar, que chispeaba bajo la luz, o seguía el derrotero de algún navío que se alejaba por los canales de la Bahía.

Nada en los primeros años difirió de la vida que llevan tantos otros matrimonios. No me preocupaban entonces las cosas que ahora me atenacean, y el natural equilibrio de Silvia hacia que en nuestras habitaciones del molino se hallara casi siempre la paz que hoy he perdido. Quizás pudiera citar, aunque no puedo asegurar que tuvieran por igual participación en el desenlace, tres o cuatro hechos (ya he anotado el rápido acostumbramiento de Silvia a un paisaje que muy poco podía significarle, si bien la mujer que se casa se apega a cuanto la rodea, mas que por amor, por miedo de confesarse equivocada o por orgullo ante los demás de una situación voluntariamente elegida), que al examinarlos bajo otra luz pueden tener un distinto significado.


Cuatro episodios fuera, digamos así, de nuestras vidas diarias, alteraron sucesivamente, pero dejándola subsistente entre sus intervalos, la monotonía apacible de los días del molino. Fueron, primero el encuentro con un viejo marinero chileno, el barco que vio Silvia y que vi a mi vez luego y los hombres finales de la playa. Detallaré uno por uno estos episodios.


EL VIEJO MARINERO

Regresábamos de Bahía Blanca en la mañana de un lunes. En la última estación de servicio me detuve. Al intentar arrancar de nuevo advertí que el motor fallaba y, como no podía seguir y el mediodía se acercaba destemplado y frío, entramos en un caserón ladero donde funciona un viejo restaurante popular, turbio a esa hora con los humos de la comida y de los cigarrillos. Allí, aún ni recuerdo como, quizás para aliviar la espera entre un plato y otro, trabamos relación con un hombre de unos cincuenta años, de ropas humildes y limpias, que estaba sentado en la mesa más próxima y que hablaba con la verbosidad de las borracheras más incipientes. En ese ángulo del comedor no había nadie sino el y nosotros. La luz gris que caía por la claraboya le daba un aspecto friolento y árido. Era chileno, de Ancud y, desde muchacho, marinero y poblador del sur. Conocía toda la costa y el hinterland patagónico a una y otra vertiente de la cordillera, las brumosas islas del océano que apuntan hacia el sur y hasta las terribles regiones del círculo antártico. Contrabandista, ballenero, explorador de roquerías, cateador de petróleo, comerciante, todo eso podía entreverse que había sido. Hablaba con lentitud, bebiendo mucho, y precisamente porque el alcohol impedía la ilación lógica -mucho más necesaria para la mentira que para la verdad- sus palabras poseían una fuerza irresistible y viviente.

Hablo de las regiones del sur, de crimines sin remisión e impunes en el fondo de la Patagonia, de la ley arbitraria de sus grandes señores, de minas fabulosas y probables hacía las que habían partido hombres luego desaparecidos, de cacerías de lobos marinos, de barcos que no retornaron nunca y balleneros que burlaban la ley, de presidarios de Ushuaia; nos contó relaciones de vida de hombres a quienes había conocido en Punta Arenas, donde convergen marineros de todo el mundo y en cuyas tabernas lo aventurero es moneda corriente; se extendió sobre europeos amancebados con indias, y acerca de maestros que a veces vivían unidos hasta con criaturas para espantar la soledad donde están enterradas las ultimas escuelas. A las tres de la tarde, ya arreglado el coche partimos de nuevo. El chileno se quedo en un rincón y nunca mas lo volví a ver.

Esa noche percibí la agitación de Silvia, que volvía constantemente sobre los relatos del chileno. Sus países de nieblas y secretos, donde la ley era distinta a la nuestra, parecían absorberla ávidamente. Sus ojos se entrecerraron y resplandecían, de un golpe pasaba de la languidez a la exaltación y se burlaba luego de si misma, achacando al feo vino del restaurante lo que advertía de desusado en ella. La cosa pasó y creo que la olvidamos. Pasaron también los meses de invierno y el verano resplandeció, sobre el mar con una luz intensa, sobre la tierra con trigales dorados.


EL BARCO

El molino comenzó, como en todas las temporadas, a trabajar con dos turnos. Los camiones entraban y salían del patio y desde el escritorio, y aun desde toda la casa, se oían los gritos de los peones al contar las bolsas que descargaban:

-Ciento catooo…-la o se alargaba como llevada por el viento-…rce; ciento quii…nce; ciento dieciseee…is.

El trabajo era duro y provechoso. El calor seco, fuerte y parejo, pero el viento marítimo de la tarde tonificaba para la jornada siguiente.

La noche Silvia y yo nos quedábamos en la terraza hasta casi el cenit de las estrellas. Recuerdo que esa vez el aire era incomparablemente claro. La luna, entera, daba al mar apariencia de plancha, de la cual a veces se desprendían en una ola más alta, reflejos mas claros, como si mojados peces emergieran un momento.

Silvia parecía entretenerse en ellos, acodada en el pretil de la terraza; yo, con el pensamiento ausente miraba girar las estrellas. Estuvimos así los dos un largo rato en silencio. Luego, en silencio siempre, vi como Silvia levantaba el brazo, señalando un punto distante en el mar. Me acerque a elle. El agua, en todo cuanto alcanzaba la mirada, era una extensión solitaria. Pero Silvia tenía los ojos clavados allí –luego supe donde- y a ellos asomaba una nota de temor. Le pregunte dos o tres veces que miraba hasta que al fin, tomándome el brazo con una fuerza nerviosa que sólo en algunas ocasiones le había conocido, me dijo algo de un barco que allí estaba el ancla.

-¿Dónde Silvia?

- Allí.

-Pero en el mar no hay barco alguno.

Me miró con incredulidad. Luego dijo:

- No me gusta ese barco.

- Allí no hay nada –insistí.

- ¿No lo ves? Es negro, chato y largo. Como un remolcador, pero más largo.

La sospecha de una alucinación me corrió desagradablemente por la piel. Tomando a Silvia por la cintura la saqué de allí. Tampoco esta vez volvimos sobre este accidente, hasta que, unos días más tarde, una noche calurosa y clara como la anterior, de nuevo los dos en la terraza y asomados hacia el mar, Silvia lanzó un gemido ahogado y se estrechó contra mí, los ojos vueltos desesperadamente hacia la bahía. Al principio nada vi, pero luego, sí, como si fuera apareciendo gradualmente, mejor dicho: como se ve a barco salir de la niebla, pero sin que aumentara de tamaño y sin que entonces hubiera en la bahía un jirón de borrina, vi yo también, no lejos de la costa, un barco chato, negro, de una sola chimenea y proa alargada, como entre remolcador y petrolero, y sin una sola luz.

Una brillo entonces a popa, blanca, débil, moviéndose a derecha e izquierda como si transmitiera un mensaje. Mire a Silvia: estaba absorta, los labios abiertos, apresada, llevada por esa luz intermitente. La sacudí, la arrastré escaleras abajo y luego volví a la terraza. El barco parecía de nuevo entrar en sí mismo, diría, en su niebla, desaparecer. No lo vi ya. Sólo el mar, las mismas olas a veces plateadas bajo el integro circo de la luna.

Cuando volví a Silvia, a quien había dejado en uno de la sofaés de la sala, la encontré aún como ausente. Se recuperó poco a poco, y, pues vi que parecía haberse olvidado – a veces se detenía y semejaba querer asomarse al borde de algo que ni ella misma sabía qué era- no dije nada, ni ése ni los otros días que siguieron. Poco después habría de arrepentirme amargamente de haber callado. En el matrimonio una dureza puede abrir paso a la verdad y lo que por delicadeza equivocada se oculta da origen a callados fuegos que luego todo lo arrasan.

Esa noche Silvia durmió entre mis brazos. Yo vele su sueño sobresaltado por imágenes quizás desesperadas.

A la mañana siguiente salvé a caballo el kilómetro de medanos y arena y al pisar la cresta del último vi de nuevo al mar que chispeaba al sol. Recorrí una o dos leguas hacia el este. De vuelta interrogué a varios vecinos. Nadie, sino Silvia y yo, había visto al barco; nadie sus luces que sin embargo debieron de ser advertidas desde la cercana base naval. Unos de los comandantes de la base, el capitán de navío G*, viejo amigo mío, ordenó una investigación reservada –estábamos en tiempos de guerra y el capitán sin quebrar su reserva militar me dejo entrever que se habían divisado en las costas del sur algunos barcos de banderas desconocidas -pero ningún testimonio resultó de ella.

Y así transcurrió el tiempo hasta esa tarde del cuatro de mayo.


LOS HOMBRES DE LA COSTA

Volví de ajustar una compra de trigo con un estanciero de la zona y, como la distancia era corta, fui y volví a caballo. Venía del océano un viento amenazante bajo el cielo el cielo gris. La luz era opaca y escasa, aunque no había aún tramontado el sol.

Un kilómetro antes del achaparrado montecito entre cuyos árboles se abre el callejón que lleva al molino, los médanos interpuestos entre el camino que yo llevaba, y el mar, que como dije, a la altura del molino son tan altos que impiden desde el suelo la visión del Atlántico, se aplanan y desaparecen. Desde ese punto se puede divisar, a izquierda y derecha, la basta lonja de mar azul plomizo. La costa forma allí una playuela consistente y libre de cangrejales.

Por allí pasaba cuando me hizo sofrenar violentamente. Allá, a media legua de la costa, fuera de los canales de la bahía, estaba de nuevo el barco, negro también ahora bajo la luz ceniza. Pero sobre la playa misma había unos cuantos hombres y dos cosas oscuras: al parecer dos botes aproados en la arena. Median allí entre la arena y el mar unos ochocientos metros. La tierra es llana, abierta y sin un árbol, como son los litorales desde Punta Mogotes hacia el oeste. Los hombres pues aparecían nítidos, como pequeñas figuritas oscuras. Torcí el rumbo del caballo y soltando toda la rienda me acerqué a galope hacia ellos.

No bien lo hice vi que unos cuantos se embarcaban apresuradamente en uno de los botes. Una de las dos lanchas automóviles –oí entonces el motor y luego supe que lo eran- se alejó costa afuera, en tanto que la otra, empujada por cuatro o cinco hombres hasta los fondos necesarios para las hélices, rateaba agitando en vano el agua con ellas. Apenas cincuenta metros me separaban ya cuando me dispararon los primeros tiros. Pensé en Silvia; algo más fuerte que mi vida me hizo avanzar echado sobre el pescuezo de Centella, mientras ellos seguían haciendo fuego. Veinte pasos más y ya la lancha se lanzaba hacia el barco, mientras la primera había llegado a su costado. Seguro de perderlo todo, saqué mi revolver y vacié su carga contra ella, ciegamente desesperado y sin saber en realidad por qué.

Sólo cuando sentí que nos hundíamos en el barro y cuando Centella manoteaba ya sin pie, alborotado por las espumas que rielaban en torno a él, me detuve. Les miré llegar a un costado del barco, subir por las escalas, izar las lanchas… La luz era turbia y por el esfuerzo que hacía para ver, a veces me parecían estar tan cerca de mis ojos como las imágenes de un teatrillo y extendía, recuerdo, las manos para alcanzarlas.

Volví ancas y me lancé hacia el molino, salvando al llegar una interpuesta alambrada.

Muchas veces me había detenido a contemplar la mole del molino, pesada y sombría, otras la he vuelto a ver, pero creo que nunca nadie puso en él tan frenético deseo de llegar. Entré a caballo en el patio, atravesé el escritorio, subí la escalera. Llamé: ¡Silvia! Casi lo había previsto: nadie me contestó. ¡Silvia!. Volví a llamar, ¡Silvia! Al momento oí voces abajo. Donde el sereno y el mayordomo habían salido al patio para sujetar a Centella. Me asomé a una ventana.

-¡Silvia! ¿Dónde está Silvia?

-La señora salió hace unas dos o tres horas…

-¿A dónde?
-No sé. Hizo ensillar temprano al Chiche. Nos dijo que daría una vuelta por los médanos.

-¿Y aquí no vino nadie?

-Nadie señor. Como a la señora le gusta pasear a caballo… no nos pareció raro.

No les oía ya. Bajé. Volví a montar y regresé a galope a la playa. El mayordomo me siguió en otro caballo. Era ya casi de noche. Subí, bajé, recorrí todo el laberinto de los médanos solitarios. Retorné una vez más a la playa, al mar. Recuerdo aún una enorme franja lívida, negra de nubes, lejos, mar afuera. Vi o creí ver. La sombra. L rastro del barco, pero la noche caía con tanta rapidez que todo se cerró en torno a nosotros. El mayordomo encendió la linterna; comprobamos huellas de botas y de quillas en la arena; hallamos más adentro hacia los médanos, las de un caballo –las del Chiche sin duda- que se acercaban a aquella y se mezclaban confusamente unas a otras. Buscamos horas enteras; nada hallamos, sino esos rastros mudos que a la mañana siguiente había ya borrado la marea. El Chiche regresó sin jinete, la montura en orden y las riendas aún echadas sobre el pescuezo, como si la amazona se hubiera apeado de él con toda calma.

El mar desde entonces guarda su vasto secreto. Los oficiales de la base de Puerto Belgrano. Los vecinos de la costa, nadie vió tampoco esta vez al barco, pero el mar arrojó a la playa el cadáver semidesnudo de un hombre de magnífica contextura, que tenía una bala en la frente. Se ejecutó una pericia; esa bala era una de las que había disparado mi revólver. Ante esa evidencia el comandante de la base dio aviso a toda la costa. Tres aviones navales levantaron vuelo para patrullar durante todo un día una vasta extensión litoral y marítima.
Demasiado tarde.
Silvia, mi querida Silvia, ¿Qué cúmulo de azares te ha llevado dónde estás? Y ese barco ¿qué era ese barco de las nieblas malditas, fantasma tripulado por fantasmas? Pero el mar, repito, guarda desde hace seis años el secreto de Silvia. Yo sé que será inútil que me pregunte, una y otra vez desesperadamente, como lo hago y seguiré haciéndolo, pues hay cosas que están más allá de nosotros y que nunca nos responderán.

He vendido el molino, pero vuelvo de vez en cuando a ver el mar de la bahía Blanca, con la loca, inextinguible, desesperada esperanza de que alguna vez sus aguas del color que Silvia usaba casi siempre, me la devuelvan.

1948


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