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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2006-10-26 | [This text should be read in espanol] |
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La puerta se erguía recia, enorme. Pendían de ella amarronados aldabones de hierro como interrumpiendo su ascensión hacia el techo del cielo. Desde allí donde se confunden pináculos con nubes se precipitaba la luminosidad. Los bancos de la nave central se delineaban, agudos, en los reflejos construidos a través de los antiguos vitrales. Más allá, lejos, el altar fulgía en la semipenumbra, creando un hueco de luz suspendido en el aire. “Donde vas es la casa de Dios”. Sus ávidos ojos recorrían cada palmo en un incesante descubrimiento. Estáticas imágenes que adquirían personalidad detrás de las sombras; candelabros herrumbrados, hileras de velas titilando en la cargada tranquilidad de sus propias y tenues llamas. Y se detiene ensimismado. Aquel de barba hincada bajo los pómulos salientes, con los músculos de las piernas y de los brazos marcados, sostiene una corona de espinas. Su mirada bajando hasta las húmedas baldosas crea un círculo de calor que parece, aún distante, envolverlo. Se quedó quietito, sólo el silencio era. Las bóvedas propagaron entonces unos pasos rápidos y seguros; giró: era el cura. La oscura silueta logró por un instante velar la inscripción que había divisado: I.N.R.I. - Ven José, en el patio están los otros niños. La claridad lo golpeó con fuerza borrando las ásperas paredes, las rejas que separan el colegio del patio. Corrieron en la tarde detrás de una pelota. A los porrazos subieron, cabalgaron los zancos y las canchas: el espacio. Conoció a Enrique, a Jorge y a Juan. Cansados, con el pelo arremolinado, los reunieron en filas. Había finalizado el juego, ahora era el turno de la oración. Las tapas verdes de librito se prestaban más a dejar rayaduras que a seguir la lectura que les indicaba el cura. Las letras se perdían entre sus dedos sucios, juguetones. - Padre nuestro que estás en los cielos... Jorge se movía, golpeteaba el librito, se abanicaba. Sentado en el extremo del banco comenzó a desprender disimuladamente trozos de cera de las velas encendidas, que estaban a la derecha. Contento con el hallazgo se pasaba la cera caliente de una mano a otra. Dispuesto a deshacerse de ella, titubeó, miró rápidamente hacia los costados y en un descuido del cura arrojó la cera recto a la cabeza de Juan; éste esquivó el disparo, enseguida contestó Enrique y en instantes la trifulca montaba los asientos, gritaba, corría. Una blanca lluvia desarticuló las últimas palabras. - ¡Quietos, quietos...! A los dos días se encontró con Enrique en el patio. Lo interrogó sobre algo que todavía no lograba entender. - ¿Qué es el cuerpo de Cristo? - Hostia, una hostia redondita y sin gusto a nada. ¿No comiste nunca? Vení, ahora podremos probar algunas. - ¿Te parece?...Bue.., bueno, vamos. Se fueron agachando entre los bancos, ligeros, silenciosos; en la carrera se adhirieron a él las rojas manchitas de la costillas del I.N.R.I y unas límpidas gotas resbalando por sus mejillas. Se agachó aún más. La sacristía permanecía dormida. De un cajón abierto Enrique tomó algunas hostias. Comieron apurados, atentos a cualquier sonido que se produjera. Sus mejillas crecían, arreboladas, con el desafío y la aventura. Con las manos húmedas y la sonrisa en los labios se alejaron satisfechos, cómplices. Los zancos, afuera, agotaron las últimas dudas. Desmelenados por las corridas se empujaban. Los codos se pegaban intentando alcanzar la raya final: la meta. Otra vez el pito, las filas. A la desbandada ocuparon las posiciones que cada cual conocía de memoria. Juan miró la raspada punta de sus zapatos, modeló un pisotón que hizo saltar del banco a Enrique. Dolorido, por abajo, éste largó un patada que retumbó entre el murmullo de los rezos. - ¡Silencio, silencio...! Se levantó, rengueó quizás en el primer paso, lo que le valió una burla de Jorge. A confesarse; otra semana se agolpaba en su corazón. La ansiedad crecía sabiéndose o sintiéndose culpable. La lista que llevaba no era muy larga, pero la mezcla desordenada era su preocupación, arrepentimientos, pecados, acciones. ¿Cuál sería el número de Ave María o Padre Nuestro que podría salvarlo? Por fin el día había llegado. Madre lo vistió con el mejor traje, aquél, el azul marino nuevo, que lo había deslumbrado tanto cuando lo vio sobre la cama grande. La corbata se recortaba impecable sobre la camisa almidonada, la suavidad de los guantes blancos, de seda, apenas dejaban entrever el movimiento de los dedos de las manos. Intranquilo, encerrado bajo la ropa nueva, su pecho se inundaba de contención, latía acompasadamente; no atinaba pues a moverse naturalmente. Se ahogaba. Los consejos y recomendaciones lo abrumaban aún más en sus desplazamientos. - ¡No corras, cuidado con ensuciarte! Ya estaban formados, cuando llegó Jorge. Se ubicó detrás de él, lo empujó un poquito, cachazudo, hizo él a su vez los mismo con Enrique y toda la hilera de compañeros se bamboleó, tocada levemente, transformándose en un acordeón grande y bullicioso. Las voces se iban espesando. Aglomerados en el atrio, los padres, las madres, las abuelas cuchicheaban. Se cruzaban saludos, besos y comentarios tejiendo una enmarañada red de polleras, blusas, trajes y zapatos incontables. La iglesia ofrecía el esplendor de un casamiento de gala, se sentía palpitar. Bandas púrpuras, velas, luces y el órgano invadiendo con sus graves notas los más pequeños intersticios que los elevaba hasta casi alcanzar las cúpulas. La misa había comenzado. Un cántico profundo rasgaba la piel alojándose dentro, donde solo ellos vivían. Se arrodillaban con dificultad, duritos, mantenían las manos juntas, los ojos bajos: rezaban. El confesionario parecía murmurar a través de las plegadas cortinas. Se dirigió al más cercano: le pareció, por la voz, que no conocía al sacerdote y hoy necesitaba indicaciones especiales que guiaran sus decisiones, sus dudas, su futuro. Liberado del peso que se había instalado como una barra de metal, en su interior, se sentó tranquilo. El sacerdote sostenía el cáliz en alto, de sus brazos se desprendía una extraña vibración. La eucaristía colmaba el ámbito de esperanzas, extendía un manto invisible sobre las cabecitas inclinadas. Movían con nerviosismo los dedos, las manos, las piernas, el ansiado momento había llegado. Se empezaron a mover lentamente: una pequeña procesión convergía en la nave central. Los que se inician se unían en filas paralelas, una blanca, la otra azul. Los rostros levantados y ardientes señalaban una dirección: el I.N.R.I. Lentamente descendía de la cruz, brotaban de sus ojos nubes de paz, que los envolvía en la calidez de un velo del oriente. Las viejas heridas se disipaban en destellos luminosos, la corona de espinas era menos pesada ahora. Su cuerpo vibrante se confundía con ellos. Extendidas las manos, esperaba.- © Rada, Montevideo, Diciembre de 1980, Uruguay. Revista de Cultura. TROVA. Editorial Arca, Montevideo, Uruguay. * Título original cambiado. |
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