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36 estampas sin bendecir
article [ Books ]
Maynor Freyre

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by [NMP ]

2006-02-18  | [This text should be read in espanol]    | 







Municipalidad Metropolitana de Lima - Editorial San Marcos
(Nota de Prensa 01/2006)

En el Salón Dorado del Teatro Municipal
Presentan libro de cuentos 36 estampas sin bendecir de Maynor Freyre
por 471º Aniversario de Lima

Este viernes 20 de enero a las 7 de la noche


Un nuevo libro de relatos de Maynor Freyre, 36 estampas sin bendecir, ha entrado a circulación publicado por la Editorial San Marcos. Se trata de tres docenas de cuentos que se convierten en duodécimo libro publicado por el autor de Puro cuento --ya en su tercera edición-- y de El team de los chacales --en su flamante segunda edición-- siempre por la Editorial San Marcos. Los textos de Freyre tienen como escenario en especial las ciudades de Lima y Chimbote, llevando como carátula un sugestivo óleo del pintor chimbotano Alfredo Alcalde y prólogo del escritor del Grupo Narración Augusto Higa. El volumen reúne cuentos, relatos, testimonio y alegorías literarias de corte onírico.
Justamente el último mencionado –Augusto Higa-- junto con los escritores Eloy Jáuregui y Antonio Muñoz Monge, serán los encargados de los comentarios a 36 estampas sin bendecir que se presentará en el Salón Dorado del Teatro Municipal (jirón Ica 377, Lima) el próximo viernes 20 de enero a las 7 de la noche. La Municipalidad Metropolitana de Lima auspicia la presentación, habiéndola colocado dentro de su programa de Festividades por el 471º Aniversario de la Fundación de Lima.
El libro de relatos se divide en cinco secciones: A. De niños y jóvenes. B. De mujeres y amores. C. De la lucha del hombre. D. Pura vida. E. A rienda suelta. Algunos textos nos llevan a los ámbitos de Madrid, Barcelona, París y Hamburgo, como también al pueblo huancavelicano de Pampas, Tayacaja, y la mayoría tienen como característica su corta extensión, estilo que caracterizó siempre la narrativa de Maynor Freyre desde que publicara en 1973 El trino de Lulú en Chimbote; minimalismo, como lo bautizarán años después en los Estados Unidos.
En la contraportada del libro se reproducen extractos de comentarios hechos por Tulio Mora, José Antonio Bravo, Sebastián Pimentel, Roland Forgues, David Abanto, Cronwell Jara, Juan Cristóbal y Alfonso La Torre, los mismos que nos dan una clara idea de las virtudes literarias del autor.

*

La Municipalidad Metropolitana de Lima y la Editorial San Marcos agraden por anticipado la publicación de la presente nota.


***


La noche es joven (Lima, 10.06.05)

Tambaleante por el cansancio y la modorra (causada por los tres últimos tanganazos que se había lanzado a pecho secando su última chata de pisco), cruzó trastabillando el gastado empedrado del patio del conventillo, mucho antes casona de antepasados de prosapia. En la brumosa noche supo, más por hábito que por intuición, arribar casi a ciegas hasta la desvencijada puerta que su padre –quien como borracho plantado bien sabía cuándo el hijo se iba a pegar su buen madrugón— le dejaba cerrada de especial manera: firmemente cerrada, pero sin trancar. Intentó abrirla tal como sabía; levantándola de la manija del lado derecho y empujando con fuerza del izquierdo. Antes de que cumpliera con el rito completo, una sensación de nauseas lo interrumpió, los efluvios de un hedor que empezaba a tornarse insoportable empezaron a ingresar por entre sus narices. Intentó encender el bombillo de luz pero se acordó que debían más de tres meses de consumo y antes de haber podido recurrir a sus fósforos ya había sentido bajo su pie izquierdo un cuerpecillo gordo de cerdas erizadas que pareció reventar ante su peso. Por el vano de la vieja puerta empezaba a filtrarse el primer claror de la madrugada y gracias a ello logró percatarse de que se trataba de la rata. Aquella de nocturno roer y roer obligándolo a taponarse los oídos. Ante esta constatación se dio cuenta que al principio le había recorrido un pequeño friecillo por el cuerpo hasta golpearle el cerebro: creía que el viejo había estirado la pata al fin y de inmediato se preguntó: ¿Ahora cómo chucha lo entierro? No le quedaba sino chauchilla de su sueldo, cobrado después de muchos años de cachuelero, al gordo Peponazo. Hace cuatro días lo había recibido feliz, contento de poder salir en parte de sus innumerables deudas y contento de poderle ya dar de comer al viejo algo decente que le llenase el vientre para que no lo ande jodiendo con eso de que yo que me desvivido por ti, hasta te he dado una carrera que has desperdiciado por la bohemia, llegas todos los días zampado oliendo a trago barato. Por lo menos yo... Y proseguía con su perorata de que había sido un bohemio fino, hasta en el bar inglés del Gran Hotel Bolívar había chupado, y con su plata, buenos pisco sauer se había tirado en el Hotel Maury, cuando recién apareciera esa delicia de trago, te servían en unas copas que parecían lavatorios y con un par ya estabas picadito, porque por lo dulcete no podías empinar más de dos, si no te cagabas con la diabetes; porque eso sí, él ya estaba plantado, y aparte del hígado que le jodía con esas punzaditas de vez en cuando, bien podría tragar piedras y ni mierda le iba a pasar. Se tornaba cada vez en más procaz, a medida que avanzaba su eterno discurso, hasta caer en la total coprolalia. No, no se había librado del viejo, era la maldita rata la que había estirado la pata en una pose hilarante, casi sonriente con la boca abierta. Agarró un periódico pasado del cajón donde los guardaba y con la otra mano se colocó su pegajoso y moquiento pañuelo sobre las narices. La tomó de la cola y salió rumbo al cilindro de basura del conventillo, calladito y en puntitas de pies, para tirarla allí sin que los vecinos se dieran cuenta y pitearan por las huevas. ¿Adónde iba a arrojar al bicho?. La muy cojuda se había comido el pan duro bien rociado con el veneno que le prestara su pata Juanito, quien siempre andaba en guerra con los asquerosos animalejos. Qué buenas noches se habían mandado. Ella, la Martina, lo fue a buscar apenas supo que estaba trabajando y que iba a cobrar. Él, como buen cojudo, había estado pregonando que a fines de abril le pagarían su primer sueldo por producir un programa de televisión y otro de radio para aquellos amigos que habían hecho un pingüe negocio moliendo y embolsando yerbas de la sierra y de la selva que antes sólo usaban los curanderos de poca monta, y ayudados por la publicidad y la propaganda a través de los grandes medios hallaron la gallinita de los huevos de oro. A él qué mierda lo que molieran, con tal que le pagaran puntual y más o menos bien. La culpa era de ésa su manía reciente de ir a matar la noche, que siempre era joven, en el Queirolo tomándose una inocente Inka Cola, todo zanahoria, pitito, como si tuviera el brazo en cabestrillo para el trago. Y ahí se iba de lengua con eso del sueldazo a recibir a fines de abril. La Martina debió enterarse por esos medios, porque él años que no alternaba con ella, la que fuera la mujer de sus sueños, a la que corría a comprarle la merca hasta La Victoria, barrio limeño maleadazo, con tal de que no le armara lío y le dejara la casa hecha pedazos. Era la época cuando a la mitad del caserón de La Colmena lo dedicaba a una academia y en la parte donde él vivía recibía a todos los amigos poetas y escritores, pintores e intelectuales para darse caché gastando los ingresos que le daba la preparación preuniversitaria, y estos se turnaban en entretener en la cama a la Martina mientras él, mismo presidente del partido del cojudismo, cómo no, se mandaba hasta la rica Vicky para proveerse de los polvitos mágicos que tanto le agradaban a Martinita y su cohorte de zánganos, y nada menos que a la calle Renovación, antiguo jirón Huatica ó 20 de Septiembre, donde su padre le contaba se iba a tirar unos polvos de la patada con unas hembras importadas, made in France o yugoeslavas, como también españolas y chilenas, por supuesto, allí estaba la incomparable Lulú, chilenita de las buenas, y la única peruana disputable era la pecosita Roxana. Ahora, Renovación era un antro de paqueteros espectrales, mundo de zombis creados por la ultramodernidad, por el recontraliberalismo. Y las mechaderas, se veía obligado a pegarle a ella como a hombre hasta noquearla para que no le hiciera pedazos la casa y para que confesara con quiénes se había acostado en su ausencia. Y lo fue a buscar. Cuando él salía boyante –le habían dado su flamante tarjeta del cajero automático del mejor banco de la ciudad, para que no te tires de sopetón toda la platita, pues cholo-- ella estaba allí, en la plena puerta de la gran oficina de la avenida Javier Pardo de San Isidro, dispuesta a lambisquearle unos buenos tragos con su blanca de yapa: hasta el hotelito donde se iban a hospedar había ya elegido, para que no nos jodan los gorreros, papito, para pasarla como antes, para acompañarte, ahora sí, para toda la vida, hasta llegar a viejitos. Peponazo sabía que era pura mentira, que sólo lo buscaba ahora que cargaba guita. Pero la soledad es la peor consejera, adónde mierda iba a irse, ¿a chupar con los pocos patas que aún asistían a Queirolo?, pues el resto o había muerto de cirrosis o sus familiares o amigos los habían llevado lejos del vicio, al extranjero o a la provincia natal. Algunos se estaban salvando, pero ya andaban hechos unos cojudos. El mes de para lo hacía meditar. Y la Martina llegó bien arregladita, se había lavado la cabeza con champú y reacondicionador, echado unos afeites en la cara, llevaba puesto desodorante y las uñas de los pies pintadas. Hasta la dentadura parecía brillarle como antaño. A buen hambre no hay pan duro. En efecto, la pasaron requetebién en el hotelito, justo al lado de un cajero automático bancario, ella hasta había llevado un radio toca casete medio antiguacha donde colocaba las grabaciones de sus buenos tiempos, cuando Martina era la hembra más apetecible de Lima, una especie de hawaiana criolla, de buen tamaño y carnes llenas de duritas protuberancias, además de juguetona como ella sola en el ring de las cuatro perillas, como decía el gordo, ufanándose de poner a flor de labios un secreto conocido en carne propia por muchos de sus contertulios. En fin, la semana que se mandó en el hotelito con la Martina le supo a maná del cielo, él que no pasaba una noche completa con mujer desde hacía años de años. Vinos franceses, unas cuantas chatas de buen pisco, cómo no, con sus botellones de ginger ale, su botellita de amargo de angostura y su limón para el consabido chilcano, cigarrillos Lucky Strike que pudo conseguir, aunque con filtro, y comida criolla traída desde el mismo automercado abierto toda la noche para su beneplácito. Mas ahora, después de botar la rata y sin plata en el bolsillo, salvo el sencillito para los pasajes, lo atacó un hambre felino: sólo vio el pan duro talqueadito que por poco le echa diente; el recuerdo de la rata tiesa lo disuadió de tamaña tropelía. No obstante, la maldita alimaña había dejado su hedor en el ambiente. Decidió pasar al cuartucho que compartía con su padre: el viejo era lo que apestaba. Yacía en una pose de saltimbanqui, caricaturesca, sonriente, parecida a la de la rata. Los panes duros mordisqueados lucían lúgubres sobre la vieja mesita de noche. Un enjambre de moscas saltó de su cuerpo yerto / yermo cuando el gordo se le acercara. No había nada por corroborar. Calculó y de inmediato dio media vuelta para dar parte a la comisaría distante unas cuadras. Vendrían de ahí y luego rumbo a la morgue y después a la fosa común; él no tenía plata para velorio, ni siquiera para ataúd y nicho, y los pocos vínculos afectivos que lo ligaran al viejo se habían finiquitado con la rutina y los rezongos con los que lo acosaba casi a diario. Se metió la mano al bolsillo de la camisa en busca del un cigarrillo para tratar de serenarse, porque de todas maneras un muerto es un muerto, y peor metido en tu casa, así ésta fuera una pocilga. ¡Oh sorpresa! Un billete de 100 soles aún le alumbraba, con esto le alcanzaba para los trámites. Lo tenía encaletado dentro de la cajetilla. Cerró la puerta del cuartucho y pasó a la primera estancia, donde encendió su cigarrillo. Un ruido inesperado lo sobresaltó, hasta casi tomó la escoba pensando que era un nuevo roedor. Por eso no apagó el fósforo con que encendiera el cigarrillo. Un papel se deslizó por el umbral de la puerta, se agachó a recogerlo, apenas si estaba doblado. Entreabrió la puerta. El día ya se había hecho. Enrumbó hacia la comisaría y luego, pensó, iría con los bomberos para que se llevaran el cuerpo del viejo a la morgue. Empezaba a darle algo de pena. Espantó cualquier sesgo de sentimentalismo. Mientras enrumbaba en busca de la policía, desdobló el papel y leyó: Martina lo estaba demandando por 10 años de alimentos, los mismos que dejó de verla, de alternar con ella. Y él, como presidente vitalicio del partido del cojudismo, había inscrito ambos nombres en el hotelito, donde ella le requetejurara amor hasta andar tomados de la mano ya viejitos. Esto antes de abandonarlo despatarrado en la cama del hotel de donde tuvo que escabullirse silenciosamente dejando sus zapatos. Recién se dio cuenta que estaba andando descalzo.

© Maynor Freyre
"36 estampas sin bendecir"


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