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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2006-04-13 | [This text should be read in espanol] |
El andén estaba semidesierto. Solo algunas caras somnolientas, un par de borrachos tirados en un costado y una parejita, que contra toda lógica, encontraban aquél lugar romántico. Estire mi cuerpo en el duro banco de madera, apoyando mi cuello en su respaldo, y mis piernas apoyando todo su peso sobre los talones de los pies. SentÃa que el cansancio se escurrÃa de mi cuerpo, como la arena entre los dedos de las manos. Lenta, pero inexorablemente, cada músculo se iba relajando. Cerré mis ojos, y el sueño llegó de inmediato. Profundo. Oscuro. Ingrávido.
El ruido de las puertas neumáticas me despabiló de golpe. Alcance a subir, casi cuándo se cerraban de nuevo. El vagón estaba casi vacÃo; ubiqué un asiento y me volvà a desparramar. TenÃa algunas estaciones por delante, para dormitar. El primer servicio de la madrugada era ideal para descansar. Ningún vendedor ambulante pasaba a los gritos ofreciendo su mercaderÃa, tampoco ningún mendigo madrugaba tanto. Solo algunos pocos elegidos, que volvÃamos de nuestros trabajos, o Ãbamos hacia ese destino. Otra vez, y más debido al vaivén del vagón, caà en ese sueño profundo, oscuro y vacÃo. Despertar era una tortura. De todas maneras, esa forma de dormitar no se disfruta del todo. El inconsciente esta alerta, para evitar que uno se pasé de estación. De alguna extraña manera funcionaba. Era raro que fallara. Otra de las cualidades, era un alerta sobre algún cambio en el ambiente. PodÃa ser: la disminución de la velocidad del tren, o una persona que nos observará fijamente. El cerebro recibÃa la orden: ¡Despierta! Desperté inquieto. Con la sensación de no poder librarme de una pesadilla. Inquieto, me arrebujé en el asiento. Entonces escuché la discusión: -¡Andate o te hago cagar! Abrà los ojos y vi al tipo que acababa de hablar. El otro, era un gordito de pelo rubio; estiró la mano casi hasta tocarle la mejilla. -¡No pasa nada, papá! ¡Está todo bien! El tipo que habÃa hablado al comienzo era alto, flaco, de cabellos entrecanos, nariz aguileña y tez oscura. VestÃa un sobretodo gris, y en su mano izquierda tenÃa un detalle. Un arma que apuntaba al piso. Esquivó la mano del otro, y volvió a hablar. -¡Te dije que te voy hacer cagar! ¡Rajá de acá! -¡Pero, papá! No pasa una… Insistió el pobre infeliz con su caricia trunca. Por lo general, algunos tipos pesados, acostumbrados a los pleitos callejeros, amagan con una caricia en la mejilla, y tomando al sujeto por la nuca, le pegan un cabezazo. -¡Te dije que te iba hacer cagar! Levantó la mano con el arma, y puso el cañón sobre la órbita del ojo derecho del gordito rubio. Cerré los ojos, mientras gritaba: -¡No! El estampido lo lleno todo. Ni siquiera pude escuchar mi grito; segundos después de ocurrido sentÃa el retumbar dentro de mi cabeza. Y no querÃa abrir los ojos, los apreté más fuerte aún. Percibà el acre olor de la pólvora, mezclado con otro aroma dulzón. Un siglo más tarde, creo, dejé de gritar y abrà los ojos. En el asiento delantero estaba tirado el gordito rubio. Solo veÃa una mano que se deslizaba sobre el respaldo de derecha a izquierda. Un quedo gemido intraducible, y la mano que se seguÃa moviendo, pidiendo un auxilió improbable. Miré bajo el asiento, y en el suelo se estaba formando un charco de sangre. Retiré los pies hacÃa atrás, y tomé coraje para levantarme. Estaba tan confundido que primero avance en sentido del moribundo. Yo no querÃa ir en esa dirección, me querÃa alejar de él. No verlo más. Pero por algún extraño pensamiento mórbido, disimuladamente lo miré. Estaba caÃdo casi boca abajo, de cúbito dorsal derecho, y era su brazo izquierdo el que manoteaba infructuosamente. Nadie lo iba a ayudar. El resto del pasaje se habÃa agolpado contra las puertas que comunicaban los vagones. Pero, no se pasaban al siguiente, todos miraban fascinados el espectáculo del tipo que se morÃa. Alcance a moverme en la otra dirección. Entonces me encontré cara a cara con el asesino. Estaba en la puerta por la que se descendÃa, con la mano izquierda dentro del sobretodo. La mirada clavada afuera, pero atento a todo lo que lo rodeaba. Di dos pasos al costado. No querÃa mirarlo, sabÃa que eso lo podÃa molestar. Pero como con el tipo moribundo, no podÃa con mi propia fascinación. Además, no podÃa permitir que el tipo se saliera con la suya. TenÃa que hacer algo, o se iba a escapar. Por un instante dio vuelta la cara, y me miró. Desvié la vista a la ventanilla que tenÃa a mi lado. ¿Es que nadie iba a hacer algo? ¡Se iba a escapar! Me movà con cautela, hacÃa un costado, tratando de ponerme lejos del ángulo de su visual. Si lo hacÃa con suficiente rapidez, podÃa sorprenderlo. Avance un par de pasos más, y no se dio cuenta. Entonces reparé en el otro sujeto. Era el único que estaba en la puerta dónde estaba el asesino, unos pasos más atrás. Me quedé quieto, seguro que era un cómplice. Todo el resto del asustado pasaje, estaba amontonado en las puertas de los extremos. Los únicos que parecÃan tranquilos y en control de la situación, eran ellos dos. Una disminución de la velocidad, y una brusca maniobra advertÃan la proximidad de la estación de Merlo. El segundo sujeto se acercó al primero. Miré al tipo tirado en el asiento. La mano habÃa dejado de moverse. El tren se detuvo, y se abrieron las puertas. Todo el mundo salió en tropel, y el vagón quedó vacÃo. A excepción de un pasajero, tendido en un asiento. El tipo del abrigo, caminado lentamente, bajo por las escaleras al subterráneo que comunicaban los andenes. El resto de los pasajeros nos quedamos en el andén. El vagón cerró sus puertas, y partió con su último pasajero. Tratamos de no acercarnos unos a otros, nadie tenÃa ganas de hablar. Tal vez fuera vergüenza por nuestra cobardÃa, tal vez cansancio por la tensión. En el andén bajo, enfrente, se paseaba un gendarme. Tal vez no fuera demasiado tarde. Me corrà hacÃa la boca de salida del túnel del pasadizo subterráneo, y espere. Un minuto. Dos. Tres. Una eternidad. ¡El maldito asesino no aparecÃa! A menos… que… ¡Claro!, habÃa salido por el otro extremo. Caminé unos pasos hasta un banco que estaba libre, y me desplomé. Acomodé mi cuello sobre el borde, mientras estiraba las piernas. Cerré los ojos, y esperé el sueño. Profundo. Oscuro. Ingrávido. No llegó. |
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