El vuelo cuando huye pocas veces deja huella:
plumas olvidadas en el techo;
los restos anidados de buitres
en el vientre roto de un perro.

Elevar una plegaria me condena.
Bien conozco el sonido de mi voz retumbando alto,
eco que rechaza el cielo en la cuenca del vacío.

Nada, que a fuerza de querer se colma:
fuerza que desgarra su inexplicable paradoja y el magnetismo;
satisfecho de vida, desarmado del nombre,
incluso de mi hueca espera y de los nombres de mi alma.

Pedazos de asteroides pulidos a fuerza de rozar el sol;
precipitación, como una enervada travesura que va
o es la risa cómplice que viene — ¡se ha ahogado el eco!— pero me golpea,
y huye irreparablemente a paso de improperio, acaso de rayo seco, siempre roto,
cayendo.