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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2009-02-28 | [This text should be read in espanol] | El hombre de piel verde levantó la cabeza y pidió la palabra alzando su mano. La mujer que dirigía la reunión, asintió en silencio. — …Una familia en las afueras de Hebrón recibió a un mendigo; le brindaron comida y alojamiento, la dueña de casa lavó sus pies, le ofreció la cama del matrimonio y lo arropó antes de dormir. A la mañana siguiente, antes de marcharse, el hombre les obsequió su única pertenencia; un puñado de semillas para sembrar en primavera. Lo hicieron y al poco tiempo nacieron plantas parlantes que pronunciaban a la perfección pasajes de la Ley. Las mantuvieron en secreto, pero un vecino los descubrió y avisó al Sanedrín. Los ancianos llegaron a examinarlas; arbustos pequeños de hojas fibrosas y muy finas, parecidas a cabellos; sus ramas semejaban brazos humanos y en la mitad de sus troncos extrañas prominencias daban a luz seres verdes que cantaban alabando al Mesías y anunciando su pronta llegada. Los sacerdotes las destruyeron y antes de morir, los retoños cantaron a coro trozos del Eclesiastés… Esto ocurrió en el pasado mes de Nisán, al comienzo de Pésaj, y son muchos los testigos de estos hechos que acontecieron a pleno sol en la ciudad de Hebrón. —Hermano, lo que has narrado se une a otros hechos igualmente asombrosos —el hombre de piel negra y de labios blancos como la leche, habló con tono grave—Desde hace algún tiempo, el sol que ilumina la tierra de los hombres deja escapar pájaros verdes. Algunos vuelan hacia atrás, otros entonan notas extrañas y muchas bandadas arden en llamas … —El universo tiene dolores de parto y la Anciana de la Tierra y los días, que sabe de nacimientos, conoce una historia —interrumpió el hombre de piel dorada y labios negros Los tres callaron y miraron a la que llamaban Anciana; una mujer joven y hermosa de largos cabellos rojos; sentada frente a ellos, vestía túnica azul. En sus pies desnudos, un par de soles amarillos recogían los rayos del astro que refulgía en el cielo negro, junto a la luna llena. Desde sus plantas, dos esmeraldas despedían gruesos rayos de luz. Antes de hablar, miró a todos; sus ojos parecían dos almendras brillantes. —En el mundo de los hombres una mujer embarazada caminaba todas las tardes hasta un pozo cercano a su casa para recoger agua. Su imagen me llegaba diariamente al nido que ocupo junto al sol verde en el centro de la tierra. Desde allí podía ver las plantas de sus pies; en cada una de ellas, del talón a los dedos, nadaban sin cesar dos peces vivos. Mientras llenaba su cubo, la visitaban hombres extraños que no eran su esposo ni otros familiares. Altos, con halos de luz en sus pechos y en sus cabezas, las plantas de sus pies estaban llenas de círculos, cruces y cuadrados que se alternaban y giraban como si estuvieran vivos. Siguiendo las leyes del invierno, yo había envejecido; mi piel se arrugaba y en mi cabeza, los cabellos caían a mechones. Para encontrarme con la mujer, invoqué a las sombras y al sopor, porque mi sueño es la vigilia de los hombres. Cuando estuve preparada, decidí trepar a la superficie; el invierno había avanzado y tenía pocas fuerzas; mis dientes habían caído, mi vista estaba debilitada y apenas podía caminar. Llegué jadeando junto a la mujer que marchaba apoyando en su cintura la jarra de agua. Cuando estuve frente a ella, el costado derecho de mi cuerpo se curvó en una horrible joroba. — ¿Estás bien, anciana? —preguntó; contesté que sí y ambas nos miramos fijamente. —Siéntate en esa roca que lavaré tus pies… —me ofreció —por aquí cerca crece una planta que puede aliviar parte de los males de tu vejez. Obedecí, ofreciéndole mis pies llagados y deformes. Ella cortó hojas moradas de un arbusto cercano, se acercó al brocal, sacó una escudilla, volcó agua del cántaro que llevaba y dejó macerar las hojas durante unos instantes. Después tomó un paño blanco, lo ajustó a su cintura y me ofreció la jofaina. Apenas hundí mis plantas, pequeñas lunas escaparon de mis dedos, y llenaron de luz el agua del recipiente. La mujer me miró con asombro, pero no dijo nada. Sus manos acariciaron mis pies y ellos rejuvenecieron, aunque el resto de mi cuerpo seguía sufriendo la terrible vejez. —Te he visto en mis sueños —fijó en mí sus ojos grandes e inocentes —Sé que me observas cuando voy a recoger agua… —Es cierto lo que dices. Yo soy la Anciana de la Tierra y de los Días y tu sueño es mi vigilia. Tienes peces en las plantas de tus pies, peces vivos que nadan alegremente desde tus dedos hasta el talón. —Es verdad, Anciana; hay hombres que bajan del cielo y me visitan por mi embarazo, pero también por causa de esos peces. Sé que son ángeles, aunque no lo digan. Converso con ellos, pero no confío. Sabes que las mujeres debemos ser discretas ante los hombres. Además, soy casada, los vecinos son curiosos y puedo tener problemas… —¿Y qué dicen los ángeles que se presentan ante ti? —Afirman que seré la madre de una población incontable, no sólo de judíos, sino de todas las razas… Agregan palabras que no llego a comprender, pero eso es normal en las profecías. Las lunas plateadas seguían escapando de mis pies. La muchacha retiró el agua y al arrojarla sobre la tierra, formó un arroyo brillante que corrió por la llanura. — ¿Quién eres anciana? Tus pies brillan como el metal precioso. —Ya te lo dije; soy la mujer que habita en el centro de la tierra. Las criaturas me llaman la Anciana de la Tierra y de los Días. Por las noches verás sobre los campos una niebla verdosa; con esa forma penetro en tus huesos y en los huesos de los hombres. He venido hasta ti, ya que tu hijo por nacer es maravilloso… La muchacha siguió frotando mis pies y sus manos chorrearon luz plateada. Antes de volver a hablar, bajó la cabeza, se sonrojó y luego me miró con ojos preocupados.– —Sé que te intrigan los peces de mis pies. Hasta ahora no se lo he contado a nadie y hoy quiero que sepas la verdad… el recuerdo de lo ocurrido es una espina que se clava en mi pecho… Secó mis pies y el crepúsculo cayó sobre la llanura de Nazaret. Sólo estábamos nosotras, el silencio y el cielo. .. La Anciana calló. Los hombres la escuchaban inmóviles, con la cabeza baja. El sol había dejado de arrojar luz sobre sus plantas y trazaba una lenta vuelta alrededor de la luna. La mujer se acomodó antes de continuar. —He retenido las palabras de esa mujer en mi memoria; repetiré su relato tal como lo he oído. Cuando era niña vivía a orillas del Mar de Galilea, donde moraba un pez gigante al que llamaban Leviatán. Los pescadores narraban mil historias acerca de su ferocidad, pero nunca se ponían de acuerdo sobre su forma, medidas y color; algunos decían que era el propio Satanás dentro del lago y otros lo veneraban como una aparición de Dios, bendito sea su nombre. Una vez cada diez días, el pez, mostraba su lomo brillante bajo los rayos del sol. Entonces, las barcas preparaban sus redes, dispuestas a capturarlo, pero Leviatán siempre escapaba. El día en que cumplí cinco años, mi madre me llevó a la orilla del mar para admirar la luz dorada del atardecer. De pronto, surgieron de las aguas las enormes escamas de Leviatán. Mi madre casi grita de terror, pero yo no tuve miedo; el pez se mostraba ante mí en el aniversario de mi nacimiento. Como un relámpago, salió del agua y pude verlo por completo; verde y blanco, era una mezcla de serpiente y pájaro y un par de alas le servían para desplazarse en el agua. El monstruo se hundió y siguió exhibiéndose por partes; un ala, un flanco, el lomo… Desde ese día hasta los catorce años, soñé con el pez y cada noche las imágenes eran más nítidas y reales; Aumentaban en el mes de Nisán, cuando empezaba la primavera y había olor a polen y a flores. Yo me levantaba en medio de la noche, caminaba hasta el lago bajo la luna redonda y enorme y me hundía en las aguas. Entonces aparecía Leviatán, llamándome por mi nombre; “¡María! ¡María…!”; me subía a su lomo y me aferraba a sus escamas; sabes, anciana, que la sangre de los peces es fría, pero la suya ardía hasta quemarme. En el sueño, viajaba con él a océanos lejanos, donde el aire era violeta y el agua de un verde brillante. En esos mundos no había hombres; sólo serpientes enormes, árboles que hablaban y mariposas altas como montañas. Durante el día, escapaba a la orilla del mar con la esperanza de ver el pez y por las noches me ocultaba detrás de las puertas para escuchar a los pescadores amigos de mi padre. Hablaban de sus apariciones y cuando pronunciaban su nombre – Leviatán - sentía fuertes escalofríos y un vértigo en mis brazos y piernas. Los hombres del mar no sabían mucho de él y los que decían haberlo enfrentado, eran bravucones y fanfarrones. Al cumplir catorce años, soñé por primera vez con el rostro del pez; me miró fijamente con uno de sus ojos y me ordenó seguirlo. Esta vez desperté en mitad de la noche, me levanté y me asomé a la ventana; había luna llena. y el aire olía a oliva. La casa estaba silenciosa; mis padres y mis hermanos dormían. Con mucho cuidado, abrí la puerta y salí al sendero; tan sólo se escuchaba el ruido del mar golpeando contra las maderas de las barcas. Me vestí con mi túnica y caminé descalza, sintiendo como las hojas de pino frescas se pegaban en mis plantas. Luego pisé el barro; había llovido y los senderos estaban cubiertos de lodo. Llegué al lago y me detuve junto a la superficie cristalina; caminé hasta un terraplén que daba sobre las aguas y allí aguardé de pie bajo la luna que giró varias veces en el cielo. Luego de un par de horas, me sentí inquieta; cualquier peregrino que pasara por el lugar o mis propios padres podrían descubrirme. Me disponía a marcharme, cuando lo vi surcar el agua como una exhalación. Se hundió, emergió a pocos metros del terraplén, sacó su cabeza y me miró con su enorme ojo, idéntico al del sueño. No lo pensé más; me quité la ropa, me arrojé al agua y nadé tras él. Apenas me sumergí, la luna se arqueó sobre el lago, lo cubrió de reflejos y sentí que entraba a una ciudad de luces. Como en mi sueño, el agua estaba tibia y llenó mi boca de un fuerte sabor a miel. Por momentos, Leviatán era amarillo; pasaba a un rojo incandescente y terminaba en un azul brillante. De pronto se detuvo; advertí que la orilla había quedado muy atrás y sentí miedo de no poder regresar; el pez pareció adivinarlo, avanzó, abrió su ala derecha y al llegar a mi lado, bajó su cabeza como haciendo una reverencia; luego la levantó para mirarme con expresión implorante y volvió a bajarla. Deseaba que lo acariciara. Me asomé para respirar; él sacó su cabeza y la acercó más a mí; estaba a mi alcance, pero vacilé; supe que al tocarlo ocurriría algo terrible, pero mis brazos y mis piernas deseaban separarse de mi cuerpo para acariciarlo. Pensé que si lo tocaba con mis pies, el resultado no sería tan terrible; me bastó estirarlos y por un momento rozaron su piel rugosa. Te aseguro, Anciana, que lo escuché gemir de placer y dolor y todo mi cuerpo vibró. Un momento después, el cielo se llenó de nubes y los truenos bramaron. Supe que al acariciar a Leviatán había abierto puertas que debían permanecer cerradas. El pez me miró con expresión extraña y abrió y cerró sus alas para que la corriente me arrastrara hacia la orilla Al amanecer llegué a la playa y me desmayé en la arena. Unos pescadores me encontraron y me llevaron con mis padres que me buscaban desesperados. Conté a mi madre la aventura con el pez y entonces llamó a los sacerdotes del templo para que expulsaran los demonios de mi cuerpo. La mujer calló, bajó la cabeza y lloró suavemente. Entonces levanté su rostro e hice que me mirara a los ojos. —¿Por qué lloras? —Pregunté —todo salió bien, sobreviviste a la aventura. Ella negó con la cabeza. Eso no importa, Anciana; hubiera preferido morir... Aquella noche soñé que el mar se había convertido en un desierto; la arena se extendía de horizonte a horizonte debajo de un sol pálido. Llamé desesperadamente a Leviatán y sólo me respondió el eco. Desperté antes de la madrugada y escuché risas en la otra habitación; los pescadores conversaban entre ellos. —…Jacob, vuelve a contarnos cómo lo hiciste —Estaba furioso, quería derribar mi barca y abría su boca enorme, dispuesto a tragarme. Entonces lo enfrenté con mi arpón; era un habitante del averno, el mismo Belial con forma de pez. Fue una lucha feroz; tuve que clavar la pica tres veces en su lomo para matarlo… Supe que hablaban de Leviatán y me levanté. Mi madre, atenta a mi sueño, me detuvo antes que llegara a la puerta, pero la eludí y corrí hacia la playa. En la arena, la gente estaba reunida alrededor de su cadáver. Luché por acercarme a él y lo logré; el pez tenía los ojos abiertos y parecía mirarme con la última expresión de súplica que había visto un momento antes de tocarlo con mis pies. Volví a mi casa y lloré durante días, negándome a hablar y a comer; al poco tiempo descubrí los peces en mis plantas. Al principio fue un cosquilleo muy leve, hasta que una mañana al despertarme, los encontré agitándose debajo de mi piel; por primera vez en muchos días sentí alivio; aquella era la herencia que me había dejado Leviatán. En los días que siguieron, el mar se vació de peces. Los pescadores salían diariamente con sus barcas sin resultado alguno. Suplicaban a Dios, orando a voz en cuello, pero era inútil; ni los más ancianos recordaban una penuria como aquella. Ensayaron todo tipo de sortilegios y a pesar de la prohibición, llamaron a adivinos y nigromantes, sin ningún resultado. Una mañana, el pescador más viejo gritó en la plaza del pueblo que aquel era el justo castigo por haber matado a Leviatán. Entonces mi padre intervino; exhibió los peces de mis plantas y me presentó como la heredera del monstruo. Me pidieron que los acompañara en la pesca; permanecería sentada en cubierta y en todo momento, mis pies debían tocar el agua. Esto, Anciana, no era común; se cree que la presencia de una mujer en una barca, aunque se trate de una niña, trae mala suerte, pero muchas familias sufrían hambre y el mar continuaba vacío de peces. Salimos antes del amanecer, y al poco rato de navegar, los peces llegaron de todas partes buscando mis pies; enseguida llenaron las redes y aquella tarde, las barcas volvieron a tierra cargadas como nunca. Hubo una fiesta en la que fui la invitada de honor. Los sacerdotes me presentaron como una virgen consagrada y convocaron a los hombres del pueblo para determinar quién sería mi esposo; la suerte le tocó a José, el carpintero y poco después celebramos nuestros esponsales…. María dejó de hablar. Caía la tarde sobre Nazaret y ambas quedamos en silencio. —Quiero estar contigo a solas- le pedí a la mujer —Tengo una bendición especial para tu hijo… —Ven a mi casa, anciana. Esperaremos a mi esposo; llegará de trabajar en la noche y estará de acuerdo que te quedes el tiempo que necesites. Su casa quedaba cerca del pozo; caminamos hasta allí y cuando estuve a solas con ella, le ordené que se desnudara. Estaba hermosa con su cabello suelto, las mejillas rojas; el vientre apenas abultado, sus carnes blancas como la leche y sus senos pequeños; en el pubis mostraba apenas una leve sombra de vello. Le pedí que se acostara y puse mis pies en su vientre, trasmitiéndole la Semilla Arcana —al decir esto, los hombres levantaron sus cabezas y la miraron asombrados— El niño que nacerá es un pez, pertenece al agua y les recuerdo que el agua es la expresión más profunda de mí misma. Esa semilla permitirá que María dé a luz con la bendición de la tierra… Los hombres susurraron entre ellos. —Anciana; no sabíamos de alguien que haya recibido la Semilla Arcana. Cuéntanos sobre eso… — La semilla se encuentra en mis pies y encierra la vida de los hombres y de los astros. Es muy pequeña, del tamaño de un grano de mostaza, pero como ocurre con el árbol, cuando crece es gigantesco. Llevo varias en mis plantas; cuando María estuvo desnuda, las apoyé en su vientre y una de ellas entró alegremente a sus entrañas. La Anciana levantó sus pies y dirigió sus plantas hacia los hombres; por debajo de las diademas que brillaban en el centro, refulgían las Semillas Arcanas que subían y bajaban entre el talón y los dedos. —La semilla, con todo su poder, fue apenas una gota de luz que se trasmitió de mi carne a la suya. Al entrar, sentí como un suave bramido el estrépito de los mundos que se precipitaron a su vientre, se derramaron en su interior y bañaron al niño por nacer La mujer hizo silencio; miró a los hombres con un gesto pensativo y volvió a hablar. —Deben saber, hermanos, que las señales que se leen en el cielo, en el aire y en la tierra, anuncian el nacimiento de ese niño. Luego de esta asamblea de la Hermandad del Pez, donde convivimos fantasmas, dioses y seres humanos, debo regresar a la superficie a vivir junto a María sus últimas lunas y después atender su parto. En el cielo, el sol y la luna vibraron alegremente; más allá se levantaba un anfiteatro con gradas que parecían vacías, pero luego de las palabras de la Anciana, llegó desde ellas el murmullo de una multitud invisible. El hombre negro se puso de pie y volvió a hablar. Sus labios blancos vibraron como si fueran a derramarse. —Es cierto lo que dices, Anciana; el universo se agita por ese niño. Esperamos ese nacimiento desde tiempos inmemoriales. No nos guió una estrella, sino el humo verde que destilan tus huesos y los huesos de los que descansan bajo la tierra. Seguimos a los escarabajos que cavan y amasan bolas de humus. Escuchamos el lenguaje de las raíces de las plantas, porque son ellas las que guían al cielo. Miramos los pies de los hombres, porque ellos te pertenecen. Amamos el firmamento. Amamos las criaturas celestes, que a través de la escala suben y bajan del horizonte, pero crecemos desde la tierra. La vida es lo más sagrado. Sin ella, los dioses no tendrían sustento. … Siguió hablando, pero la anciana no escuchó sus palabras. El sueño la llevó por senderos tenebrosos hasta llegar a su cueva, cerca del sol verde en el centro de la tierra. No tendría mucho tiempo para descansar; debía regresar a Nazaret. |
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