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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2006-07-15 | [This text should be read in espanol] |
DESMEMORIAS.
Abrir las ventanas. Por Sergio Hernández Gil Es tiempo de abrir nuevamente las ventanas, dejar que el aire te acaricie y te haga sentir con vida. Ha pasado el tiempo suficiente, ya no tienes que recordar antiguos dÃas, casi puedes decir que lo has olvidado. Ya no hay dolor, quizá apenas un resquicio de emoción. Una cicatriz nada más. Tienes un maravilloso mundo a tú alrededor y apenas te das cuenta: no distingues con claridad la realidad de la fantasÃa. Esto sà lo sabes, pero no lo puedes evitar. Tienes conciencia de que el mundo está ahÃ, girando alrededor de su órbita, en un inmenso espacio cuyas dimensiones ignoras. Eso lo sabes con certeza. Lo que no te explicas es por qué, por qué todo, por qué la vida, por qué la muerte, por qué el amor, por qué la guerra, por qué la miseria. Esto sà que no sabes explicártelo, solo tienes la certeza de que sucede. Crees maravillarte cuando tratas de dimensionar al Universo, cuando piensas en que son inalcanzables los miles de estrellas que ves desde tu pequeña nave en el espacio, pero se te olvidan las podredumbres humanas. Piensas que estás solo, totalmente solo, y al mismo tiempo te percatas de que los demás también están igual que tú; en realidad no tienen conciencia de que existen o, quizá mejor dicho, se olvidan de ello, no quieren problemas. La desfachatez humana no tiene sentido. Simplemente están ahÃ, hacen cosas: estudian, trabajan, se casan, tienen hijos, los mandan a la escuela, a veces se van de vacaciones. Parece tan simple, pero no lo es. Repentinamente recuerdas la tarde que salÃas de la cancillerÃa, acompañado por la reportera de Radio Centro, cuando todavÃa no tenÃas idea del paÃs donde estabas parado. Dos hombres alegaban sobre un choque cuando de pronto uno de ellos sacó una pistola y disparó en la sien al otro, que era mucho más joven. Lo viste caer en un instante, el momento en que brotó la sangre de su cabeza, fulminado. Ya no más. Todo se hizo silencio. Una mujer, con un niño en brazos bajó del auto pequeño y comenzó a gritar: ¡lo mató! ¡lo mató!, pero tú ya no la oÃas. Cuando miraste a tu alrededor, una treintena de personas presenciaron junto contigo cuando el que disparó se subió a un auto negro en el que iban tres hombres más. Se arrancaron y se fueron. Caminando atrás de ustedes venÃan unos camarógrafos a quienes les pediste que grabaran el cadáver, a la esposa, al bebé, y comenzaste a hacer entrevistas a los testigos. Declararon lo que vieron: era un hombre gordo y moreno; no, era alto; llevaba un traje azul oscuro y tenÃa la cara redonda, los labios gruesos y los ojos rojos. La papada le colgaba o era tan delgado que parecÃa de dos metros. Todos dijeron que el asesino y sus cómplices eran guaruras, eso sÃ. Tú sabÃas eso también, porque fue un acto internacional al que asistieron decenas de funcionarios, diplomáticos y empresarios. Lo que no recuerdas eran los rasgos del asesino. El peluquero fue el mejor testigo. Te fuiste a la redacción en la calle de Jalapa, atrás de la estación Insurgentes del metro y tu compañera reportera a su estación, en la calle de ArtÃculo 123. Transmitiste la nota a la radiodifusora, cuya sede estaba en Guadalajara, pero la televisión se calló los hechos: desaparecieron los videos y no se habló más del asunto. Tu abuela te dijo que unos policÃas te fueron a buscar a tu casa para que declararas lo que viste, pero no te encontraron. El conductor del noticiero, fuera del aire, en broma te dijo: ¡te van a matar, Sergio! Tú seguiste trabajando normalmente. Denunciaste en la radio, y de pronto supiste que nadie entendió nada. SÃ, quedó impune el asesinato. Entonces supiste que tú solo no podÃas contra la censura. Por eso ahora sabes que estás parado sobre la indiferencia. Ya no duele aquello, pero la conmoción todavÃa queda. El tiempo ha pasado, 25 años, y todavÃa piensas en ese instante. Ya no taladra tu cabeza como al principio, no es algo que te haga sangrar, pero si te asomas, puedes ver la herida. Y puedes también verla a ella, llorar todas las noches y sonreÃr cada mañana a tu hijo para darle los buenos dÃas. Sabes que su soledad ha sido como la de tu tumba, hoy ya olvidada, arrumbada, seca. Él ya debe tener por lo menos 26 o 27 años, qué más da. TodavÃa recuerdas los besos de Josefina esa misma mañana antes de pasar a recoger al niño para ir a buscarla al trabajo y luego dirigirse a casa como todas las tardes. Por eso ahora es tiempo de abrir las ventanas y sentir el aire húmedo que disipa cualquier olvido. Sientes como si vivieras nuevamente. |
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