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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2006-10-11 | [This text should be read in espanol] |
El solo nombre ejerce sobre cualquier argentino un mágico embrujo. El Zorzal Criollo, Carlos Gardel, había muerto trágicamente en aquellas tierras. Más allá de las grabaciones y películas, el tiempo en vez de borrar su recuerdo, lo agigantó hasta niveles inconcebibles. El mito (o los mitos) dejaron una huella imborrable, aún en aquellos que no lo habíamos conocido.
Cuándo la revista de turismo en la que escribía algunas columnas quincenales me ofreció un viaje a ese lugar, ni lo dude. Era un trabajo sencillo. Recabar algunos datos in situ, para una nota de color que además sirviera para promover el turismo. El viaje me llevaría unas siete horas de vuelo, vía Lima, y algunos sobresaltos sobre la Cordillera de Los Andes. Los pozos de aire no escaseaban. Una vez en el aeropuerto internacional “el Dorado” en Bogotá, la capital de Colombia, tenia dos opciones para llegar hasta Medellín. Un vuelo local de 30 minutos o un viaje por tierra de 7 horas en automóvil particular o nueve en bus. Debería elegir la más conveniente para mi artículo (por tierra conocería el doble, aunque me fatigaría más) pero la sensibilidad que me despierta esa región seria compensatoria. Hable con la oficina de turismo del aeropuerto para recibir indicaciones precisas. Luego de un buen desayuno en el Hotel Tequendama, partí con Juan, en una Toyota Prado rumbo a la capital antioqueña: Medellín ( la cuna por adopción de Gardel), auné a mi Bitácora , una cámara de video y una digital de fotografías. Debería captar en el iris de mis recuerdos todos los detalles. La primera sorpresa fue comprobar como esta ciudad aunaba el perfil de una gran metrópolis con el encanto de un lugar exótico de turismo. Lo clásico y lo moderno colisionaban sin ningún tipo de consecuencia funesta. Desde que en el año 1874 se inauguró el Ferrocarril de Antioquia, está zona expandió sus redes de transporte de manera descomunal, motivo de orgullo de sus habitantes. De todas maneras, luego de algunas averiguaciones, contraté a un silletero para ser útil a mis propósitos. Quería escapar del conocido circuito turístico y vivir experiencias diferentes. El silletero, hasta bien entrada al década del setenta, cultivaba productos frescos con los que surtía a los citadinos. Una o dos veces por semana bajaban hasta el ya desaparecido mercado de Plaza de Cisneros, o especialmente a los productores de la vereda de Santa Elena a la Plaza de las Flores. Sus capachos rebozaban con los productos de sus cultivos. En la actualidad, los silleteros se dedican a la artesanía floral y son buenos guías en la complicada topografía andina central. Conocedores de trochas, senderos, atajos y caminos son hábiles transportes de mercaderías y pasajeros. En apenas una semana debía recabar suficiente información de esa ciudad enclavada en el núcleo del Valle de Aburrá. No pude escapar al encanto de la Ciudad Paisa y sus réplicas del pueblo (Ciudad Paisa) con la plaza, alcaldía, iglesia y demás edificios históricos. Pero luego me aparte de aquellos derroteros, y decidí ocuparme de la gente. Mi jefe de redacción no estaría de acuerdo con aquel enfoque. Era una nota de turismo, no de antropología. Pero con un poco de suerte y algo de alquimia, tal vez podría unir ambos conceptos. Llegamos a algunos poblados perdidos en Peñolcito, conocido como Vereda La Clara. Los silleteros tenían un tipo de camaradería especial. Eran un tanto parcos con el extranjero, pero una vez que uno lograba su confianza, podía lograr que le contaran historias interesantes, como para adornar mi relato. La mayoría de las historias tenían que ver con la minería. Era un lugar rico en esmeraldas, oro, ferro níquel y otros minerales valiosos. Por lo tanto, para que los maleantes no se apropiaran de lo que nos les pertenecía, comenzaron a circular mitos y leyendas, como la del Tesoro del Órgano. Dónde las entrañas de la montaña se defienden de los intrusos, sepultando sus cuerpos y luego vomitándolos sobre sus laderas. Con el sonido de un misterioso órgano que suena por las noches, en su salón secreto, con cristales, brocatos y artesanías de tiempos inmemoriales. Es así que conocí a la doctora. Los silleteros debido a las condiciones de su trabajo son un canto a la tenacidad. Diariamente se enfrentan a la montaña y sus desafíos. Y está les cobra algún que otro contratiempo. Llagas mal curadas, torceduras, raspones y heridas sangrantes. Es una vida dura y áspera constante. Y la doctora está allí para sanarlos. Darles consejos de higiene y seguridad. Ayudarlos en lo posible. Y aún en algunos imposibles. Vocación de servicio que le dicen. Un viejo ciego está tirado en un banco de madera del dispensario. Sus ojos sin vida están cubiertos de una lagaña espesa y verdosa. Las pústulas parecen varices llenas de aguasangre. La doctora con infinita paciencia toma unas gasas y con su mano enguantada limpia los ojos cegatos con espermicida y agua tibia. Lo hace una vez. Dos… las veces que hagan falta. Luego le aplica algunos apósitos y lo despide con un: -Hasta la próxima… Entonces le pregunto: -¿Hasta la próxima? ¿No está curado? -No… y no lo estará jamás-y me mira con sus enormes ojos verdes. -Pero… -Mira, en esta tierra ocurren cosas que la ciencia no puede explicar satisfactoriamente… no dudes… -¿Eso ojos no tienen cura en pleno siglo veintiuno? ¡Tú le haz puesto cicatrizante! En unos días estará bien… -No… no lo estará, como no lo estuvo en los últimos quince años ¿Haz oído hablar de la Cueva del Gato Negro? -Algo vagamente… me dijo algo Juanes… -¿Quién? -Juanes, el silletero. -Bueno, te cuento. Por aquí cerca, al borde del viejo camino de herradura que unía los municipios de Girardota y Rionegro está la cueva. En realidad es una sima de profundidad indeterminada, en cuyas paredes se abren cavidades grandes como salones. Según la tradición indígena, se habla de una sepultura múltiple. Según ellos una gallina dorada, de tiempo en tiempo, aparece por sus bordes seguida de unos polluelos amarillos, y luego de dar fuertes cloqueos, desaparece. El lugar tiene fama de encantado. Nadie quiere acercarse, y los intrépidos que lo intentaron, colgados de finas maromas, huyeron después de oír rumores apagados y maullidos demenciales. -Eso es parte del mito para espantar intrusos. -Puede que si. Puede que no-ella sonrío enigmáticamente-verás, a principio del siglo pasado un minero y un campesino de Puente Real, acordaron bajar cueste lo que les cueste. Cuenta la leyenda que habiendo bajado unos veinte metros encontraron un rellano cubierto de yerbajos. Con sus arneses y aparejos, más la gente que los izaba, y sus armas, se encontraron con algo que no esperaban. El silencio se oía latir, cuándo empezaron a recibir arañazos y picotazos. Cacareos y maullidos. Perdieron el equilibrio y fueron a dar al fondo tapizado de tupidas malezas. Muchas versiones difieren que fue lo que realmente ocurrió. Si el rayo de los ojos del felino causo el estrago, o los picotazos de la gallina Pero cuándo los infortunados volvieron a la superficie estaban ciegos. Con llagas que jamás cicatrizaban. Jamás cicatrizaron… -Como tú dijiste: cuenta la leyenda… -José también bajó y se encontró con el Gato Negro-insistió la doctora-y sus ojos no sanan… Una sonrisa leve se dibujaba en sus labios. Una duda prendió en mi alma. ¿Realmente una mujer de ciencia creía en esa leyenda? ¿O se estaba burlando del forastero crédulo? La única certeza es la duda. |
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