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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2004-10-19 | [This text should be read in espanol] | Submited by Nicole Pottier
Con Leticia y Holanda Ãbamos a jugar a las vÃas del Central Argentino los dÃas de calor, esperando que mamá y tÃa Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tÃa Ruth estaban siempre cansadas después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos los platos porque entonces habÃa discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo nosotras entendÃamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los maullidos de José y la oscuridad de la cocina acababan en una violentÃsima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda se especializaba en armar esta clase de lÃos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado en el tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las de Loza habÃa dos sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, preferÃa insinuarle a tÃa Ruth que se le iban a paspar las manos si seguÃa fregando cacerolas en vez de dedicarse a las copas o los platos, que era precisamente lo que le gustaba lavar a mamá , con lo cual las enfrentaba sordamente en una lucha de ventajeo por la cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la referencia al agua frÃa; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y hasta parecÃa ofrecerse, pobre animalito, a que le volcá ramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos probablemente porque nunca se le caÃa el pelo. La cosa es que ardÃa Troya, y en la confusión coronada por el espléndido si bemol de tÃa Ruth y la carrera de mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos perdÃamos en la galerÃa cubierta, hacia las piezas vacÃas del fondo donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable.
Por lo regular mamá nos perseguÃa un buen trecho, pero las ganas de rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapidez y al final (habÃamos trancado la puerta y le pedÃamos perdón con emocionantes partes teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo la misma frase: "Van a acabar n en la calle, estas mal nacidas". Donde acabábamos era en las vÃas del Central Argentino, cuando la casa quedaba en silencio y veÃamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer él también su siesta perfumada y zumbante de avispas. AbrÃamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia adelante. Entonces corrÃamos buscando impulso para trepar de un envión al breve talud del ferrocarril, encaramadas sobre el mundo contemplábamos silenciosas nuestro reino. Nuestro reino era asÃ: una gran curva de las vÃas acababa su comba justo frente a los fondos de nuestra casa. No habÃa más que el balasto, los durmientes y la doble vÃa; pasto ralo y estúpido entre los pedazos de adoquÃn donde la mica, el cuarzo y el feldespato Ä que son los componentes del granito Ä brillaban como diamantes legÃtimos contra el sol de las dos de la tarde. Cuando nos agachá bamos a tocar las vÃas (sin perder tiempo porque hubiera sido peligroso quedarse mucho ahÃ, no tanto por los trenes como por los de casa si nos llegaban a ver) nos subÃa a la cara el fuego de las piedras, y al pararnos contra el viento del rÃo era un calor mojado pegá endose a las mejillas y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar otra vez, entrando en una y otra zona de calor, estudiá nonos las caras para apreciar la transpiración, con lo cual al rato éramos una sopa. Y siempre calladas, mirando al fondo de las vÃas, o el rÃo al otro lado, el pedacito de rÃo color café con leche. Después de esta primera inspección del reino bajá bamos el talud y nos metÃamos en la mala sombra de los sauces pegados a la tapia de nuestra casa, donde se abrÃa la puerta blanca. Ahà estaba la capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro juego. La primera en iniciar el juego era Leticia, la más feliz de las tres y la más privilegiada. Leticia no tenÃa que secar los platos ni hacer las camas, podÃa pasarse el dÃa leyendo o o pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse hasta más tarde si lo pedÃa, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y toda clase de ventajas. Poco a poco se habÃa ido aprovechando de los privilegios, y desde el verano anterior dirigÃa el juego, yo creo que en realidad dirigÃa el reino; por lo menos se adelantaba a decir las cosas y Holanda y yo aceptá bamos sin protestar, casi contentas. Es probable que las largas conferencias de mamá sobre cómo debÃamos portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la querÃamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. L ástima que no tenÃa aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo nunca pesé más de cincuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de esas flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la espalda la hacÃa parecer más flaca, como casi no podÃa mover la cabeza a los lados daba la impresión de una tabla de planchar parada, de esas forradas de género blanco como habÃa en la casa de las de Loza. Una tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, parada contra la pared. Y nos dirigÃa. La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tÃa Ruth se enteraran un dÃa del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda increÃble. El si bemol y los desmayos, las inmensas protestas de devoción y sacrificio malamente recompensados, el amontonamiento de invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anuncio de nuestros destinos, que consistÃan en que las tres terminarÃamos en la calle. Esto último siempre nos habÃa dejado perplejas, porque terminar en la calle nos parecÃa bastante normal. Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano, contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las incluÃamos en la cuenta para evitar trampas. Si una de ellas salÃa veintiuna, la sacá bamos del grupo y sorteá bamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda y yo levantá bamos la piedra y abrÃamos la caja de los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo escogÃamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las actitudes no requerÃan ornamentos pero sà mucha expresividad, para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos y arreglá rselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecÃan algo -un trapo, una pelota, una rama de sauce- a un pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigÃan estudios más detenidos. Los ornamentos se destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua resultara, habÃa que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida no podÃa tomar parte en la selección; las dos restantes debatÃan el asunto y aplicaban luego los ornamentos. La elegida debÃa inventar su estatua aprovechando lo que le habÃan puesto, y el juego era asà mucho m s complicado y excitante porque a veces habÃa alianzas contra, y la vÃctima se veÃa ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza dependÃa entonces que inventara una buena estatua. Por lo general cuando el juego marcaba actitudes la elegida salÃa bien parada pero hubo veces en que las estatuas fueron fracasos horribles. Lo que cuento empezó vaya a saber cuá ndo, pero las cosas cambiaron el dÃa en que el primer papelito cayó del tren. Por supuesto que las actitudes y las estatuas no eran para nosotras mismas, porque nos hubiéramos cansado en seguida. El juego marcaba que la elegida debÃa colocarse al pie del talud, saliendo de la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y ocho que venÃa del Tigre. A esa altura de Palermo los trenes pasan bastante r pido, y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud. Casi no veÃamos a la gente de las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a tener pr ctica y sabÃamos que algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de pelo blanco y anteojos de carey sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud con el pañuelo. Los chicos que volvÃan del colegio sentados en los estribos gritaban cosas al pasar, pero algunos se quedaban serios mirá ndonos. En realidad la estatua o la actitud no veÃa nada, por el esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o la indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda, que ese dÃa era la maledicencia, y reboto hasta mÃ. Era un papelito muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decÃa: "Muy lindas estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche, Ariel B." Nos pareció un poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedarÃa, y me lo gané.. Al otro dÃa ninguna querÃa jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero temimos que interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. La parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme nobleza. Como actitudes elegÃa siempre la generosidad, el sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo de Venus de la sala que tÃa Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos ornamentos especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como andá bamos de manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se ensayó un rato a la sombra, y decidimos que nosotras nos asomarÃamos también y saludarÃamos a Ariel con discreción pero muy amables. Leticia estuvo magnÃfica, no se le movÃa ni un dedo cuando llegó el tren Como no podÃa girar la cabeza la echaba para atrás, juntado los brazos al cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo. En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de rulos rubios y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo salud bamos. El tren se lo llevó en un segundo, pero eran las cuatro y media y todavÃa discutÃamos si vestÃa de oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud del desaliento, y recibimos otro papelito que decÃa: "Las tres me gustan mucho. Ariel." Ahora él sacaba la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años (seguras que no tenÃa más de dieciséis) y convinimos en que volvÃa diariamente de algún colegio inglés. Lo más seguro de todo era el colegio inglés, no aceptá bamos un incorporado cualquiera. Se verÃa que Ariel era muy bien. Pasó que Holanda tuvo la suerte increÃble de ganar tres dÃas seguidos. Superá ndose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilÃsima de bailarina, sosteni‚ndose en un pie desde que el tren entró en la curva. Al otro dÃa gané yo, y después de nuevo; cuando estaba haciendo la actitud del horror, recibà casi en la nariz un papelito de Ariel que al principio no entendimos: "La más linda es la más haragana." Leticia fue la última en darse cuenta, la vimos que se ponÃa colorada y se iba a un lado, y Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo primero que se nos ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no podÃamos decirle eso a Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no dijo nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese dÃa volvimos bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tÃa Ruth como poniéndola de testigo de su propia alegrÃa. En aquellos dÃas estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo visto era una maravilla lo bien que le sentaba. Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos del asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como se ven, pero nos parecÃa que Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre nosotras. SabÃa que no le Ãbamos a decir nada, y que en una casa donde hay alguien con algún defecto fÃsico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que no saben que el otro sabe. Pero tampoco habÃa que exagerar y la forma en que Leticia se habÃa portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era demasiado. Esa noche yo volvà a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de madrugada por enormes playas ferroviarias cubiertas de vÃas llenas de empalmes, viendo a distancia las luces rojas de locomotoras que venÃan, calculando con angustia si el tren pasarÃa a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible llegada de un rápido a mi espalda o Ä lo que era peor Ä que a último momento Uno de los trenes tomara uno de los desvÃos y se me viniera encima. Pero de mañana me olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos pareció que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con ella, diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor serÃa que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero vino a almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy bien y que casi no le dolÃa la espalda. Se lo decÃa y nos miraba. Esa tarde gané yo, pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin darle a entender por qué. Ya que el otro la preferÃa, que la mirara hasta cansarse. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y ella inventó una especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como hacen las princesas chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero yo miré y vi que Ariel no tenÃa ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y o sabÃa que él acababa de mirarla asÃ. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sà sabÃa, y que le hubiera gustado seguir con los ornamentos toda la tarde, toda la noche. El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que era justo que ella se saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve el impulso de dársela a Leticia que no decÃa nada, pero pensé que tampoco era cosa de complacerle todos los gustos, y la abrà despacio. Ariel anunciaba que al otro dÃa iba a bajarse en la estación vecina y que vendrÃa por el terraplén para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era hermosa: "Saludo a las tres estatuas muy atentamente. " La firma parecÃa un garabato aunque se notaba la personalidad. Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo les habÃa leÃdo el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a venir y habÃa que pensar en esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por desgracia a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran esas enanas, seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy raro quedarnos calladas con una cosa asÃ, sin mirarnos casi mientras guard bamos los ornamentos y volvÃamos por la puerta blanca. TÃa Ruth nos pidió a Holanda y a mà que bañáramos a José, se llevó a Leticia para hacerle el tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecÃa maravilloso que viniera Ariel, nunca habÃamos tenido un amigo asÃ, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba figuritas y creÃa en la primera comunión. Estábamos nerviosÃsimas con la expectativa y José pagó el pato, pobre ángel. Holanda fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabÃa que pensar, de un lado me parecÃa horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se aclararan porque nadie tiene por qué‚ perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera querido es que Leticia no sufriera, bastante cruz tenÃa encima y ahora con el nuevo tratamiento y tantas cosas. A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si nos habÃan comido la lengua los ratones, después miró a tÃa Ruth y las dos pensaron seguro que habÃamos hecho alguna gorda y que nos remordÃa la conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida, que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio el brazo aunque ella no querÃa mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que me viene cuando estoy nerviosa. Dos veces pensé‚ ir al cuarto de Leticia, no me explicaba qué hacÃan esas dos ahà solas, pero Holanda volvió con aire de gran importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tÃa Ruth levantaron la mesa. "Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, se la demos." Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta. Después nos llamaron para secar los platos, y esa noche nos dormimos casi en seguida por todas las emociones y el cansancio de bañar a José. Al otro dÃa me tocó a mi salir de compras al mercado y en toda la mañana no vi a Leticia que seguÃa en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un momento y la encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas y el tomo noveno de Rocambole. Se veÃa que estaba mal, pero se puso a reÃr y me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico que habÃa tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a los sauces, pero me parecÃa tan difÃcil decÃrselo bien. "Si querés podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta", le propuse, pero ella decÃa que no y se quedaba callada. Yo insistà un poco en que viniera, y al final me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no conoce barreras y otras ideas preciosas que habÃamos aprendido en El Tesoro de la Juventud, pero era cada vez más difÃcil decirle nada porque ella miraba la ventana y parecÃa como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui diciendo que mamá me precisaba. El almuerzo duró dÃas, y Holanda se ganó un sopapo de tÃa Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos los platos, de repente Estábamos en los sauces y las dos nos abraz bamos llenas de felicidad y nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que tenÃamos que decir sobre nuestros estudios para que Ariel se llevara una buena impresión, porque los del secundario desprecian a las chicas que no han hecho másque la primaria y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con nuestros pañuelos estampados le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte minutos después lo llegar por el terraplén, y era más alto de lo que pens bamos y todo de gris. Bien no me acuerdo de lo que hablamos al principio, él era bastante tÃmido a pesar de haber venido y los papelitos, y decÃa cosas muy pensadas. Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y por qu‚ faltaba la tercera. Holanda explicó que Leticia no habÃa podido venir, y él dijo que era una l stima y que Leticia le parecÃa un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que por desgracia no era un colegio ingl‚s, y quiso saber si le mostrarÃamos los ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él para la estatua oriental", con lo que querÃa decir la princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce y él estaba contento pero distraÃdo, se veÃa que sólo se quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la conversación decaÃa, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido nunca. El preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró y yo creà que iba a decirle, pero en cambio contestó que Leticia no habÃa podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba cuerpos geom‚tricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras sabÃamos lo que estaba pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta y alcanz rselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso muy colorado mientras le explic bamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que habÃa tenido un gran placer y que estaba encantado de haber venido, pero su mano era blanda y antip tica de modo que fue mejor que la visita se acabara, aunque mástarde no hicimos másque pensar en sus ojos grises y en esa manera triste que tenÃa de sonreÃr. También nos acordamos de cómo se habÃa despedido diciendo: "Hasta siempre", una forma que nunca habÃamos oÃdo en casa y que nos pareció tan divina y po‚tica. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero del patio, y yo hubiese querido preguntarle qu‚ decÃa su carta pero me dio no s‚ qu‚ porque ella habÃa cerrado el sobre antes de confi rselo a Holanda, asà que no le dije nada y solamente le contamos cómo era Ariel y cuantas veces habÃa preguntado por ella. Esto no era nada f fác de decÃrselo porque era una cosa linda y mala a la vez, nos d bamos cuenta que Leticia se sentÃa muy feliz y al mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tÃa Ruth nos precisaba y la dejamos mirando las avispas del limonero. Cuando Ãbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: "Vas a ver que mañana se acaba el juego." Pero se equivocaba aunque no por mucho, y al otro dÃa Leticia nos hizo la seña convenida en el momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante asombradas y con un poco de rabia, porque eso era una desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y casi nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de perlas de mamá y todos los anillos, hasta el grande con rubà de tÃa ruth. Si las de Loza espiaban y nos veÃan con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos matarÃa, enanas asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedÃa ella era la única responsable. "Quisiera que me dejaran hoy a mÃ", agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en seguida los ornamentos, de golpe querÃamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas preciosas que iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo, una piel que de lejos parecÃa un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante. La vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podÃa hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua másregia que habÃa hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y mir ndola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No s‚ por qu‚ las dos corrimos al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con lo ojos cerrados y grandes l grimas por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guard bamos por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabÃamos lo que iba a suceder, pero lo mismo al otro dÃa fuimos las dos a los sauces, después que tÃa Ruth nos exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y querÃa dormir. Cuando llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacÃa, y mientras nos sonreÃamos entre aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando hacia el rÃo con sus ojos grises. (Julio Cortázar, "Final del Juego" 1956) |
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